De las bondades del aceite de coco

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Abra Solar, de Clementina Lima 

Hoy en la mañana fui a hacer mercado. La cajera que me atendió era una señora metódica y amable que insistía en empacar mis bolsas. Lo hacía con el criterio y oficio de quien tiene muchos años de práctica: era una profesional del asunto, seria, amable, y guapa. Me preocupaba que insistiera además en cargar cada bolsa y ponerla de vuelta en el carrito de compras. Me incomodaba poner en eso a una señora que podría ser mi mamá. En todo caso, no era un asunto negociable, estaba decidida, era certera y hacía su trabajo con precisión.

Creo que le caí bien en el momento en que descubrió que tenía aceite de coco entre las compras. Cuando lo vio, me preguntó para qué lo usaba y le dije que para las puntas del cabello y como sustituto de lociones y cremas para el cuerpo. Sonrió y empezó a contarme sobre las bondades de ese aceite y de cómo ella lo usa para combatir la caída del cabello (el aceite debe ser buenísimo para eso pues la señora Michelle —como decía su carnet que se llamaba— tenía una bella melena castaña):

«Por eso las mujeres del sur de India, de donde yo vengo, tienen la cabellera tan hermosa. Allí nos ponen el aceite en el cabello desde niñas.»

La señora continuó empacando el mercado después llevarme a la sección de perfumería para mostrarme otro aceite que me recomendaba comprar cuando estuviera en oferta (añadió con un guiño que lo había encontrado tres dólares más barato en la farmacia de al lado). Fue allí que me preguntó de dónde venía y cuanto tiempo tenía acá. Le dije que vengo de Venezuela, que ya tengo casi cuatro años acá con mi marido y mis hijas. Le pregunté cuando llegó y me dijo que hace treinta y cinco años. Michelle también me dijo que todavía hay días en que se pregunta si fue una locura venirse para acá. Se vino sola un par de años después de terminar los estudios en su país natal. Su carnet decía que trabajaba en el supermercado desde 1986.

Yo no me he preguntado si fue una locura venir. No todavía. Aunque creo que conocí, al menos desde lejos, la suerte de quiebre o de renacer —imagino que la sensación dependerá del día que se esté viviendo— que significan las décadas lejos de «casa». Las visitas a mi madrina en Francia me pusieron ese quiebre a la vista desde antes de saberme migrante.

La locura que si enfrento a diario tiene más que ver con la sensación rara de que —cómo me escribía más temprano mi amiga— son muy pocas las amigas que me quedan a una distancia abrazable. Muchos de mis afectos son inasibles, y a veces aparecen en el rostro de gente en la calle. Hoy entrando a la oficina ví por ejemplo a una amiga de mi padre en el rostro de una mujer en el jardín de la universidad.

Una parte enorme de mi vida es invisible y quizás intraducible para quiénes me rodean. Una vive en una cierta dualidad —a veces enriquecedora, a veces aislante— que se ha adherido a mi identidad con el paso del tiempo. Es una brecha que se abre también en relación a Venezuela, mi país de origen. Se van acumulando las experiencias acá, sólo parcialmente traducibles (como todo, quizás) allá. Se acumulan las dudas y las peripecias, se me juntan los verbos en inglés, como los gerundios que abundan inoportunos en las oraciones que VM construye en castellano.

Se acumula también una ansiedad que nace de la dureza, la escasez, y la violencia en Venezuela. Una ansiedad  que me enreda la lengua, y la pluma, cada vez que atino a nombrarla. Una violencia que vivo de lejos pero que se siente hasta el tuétano. Un violencia que tiene cara de incertidumbre y cuerpo de asaltos y hurtos a gente que amo. La angustia que genera la posibilidad real y cotidiana de no hallar las medicinas que necesitan para estar bien.

Hay otra violencia, una que silencia el disenso y la diferencia de opinión. La que pone afectos en jaque, la que pone vidas en riesgo cuando una vieja compañera de escuela decide compartir detalles de tu vida personal en un espacio de las redes sociales donde critican las posturas políticas de alguien que amo. Y es que nos hemos ido haciendo perseguibles, condenables, apresables, marginables. Nos hemos ido haciendo vulnerables y muchos —en una suerte de macabro desenlace— han asumido roles de jueces y verdugos. Hablo de lo simbólico, que me duele y me hiere hasta aquí; pero también hablo de lo palpable de los tabiques rotos, las colas para conseguir bienes básicos, la falta de pastillas para la tensión y los kilos que se van perdiendo por falta de alimentación.

Es todo increíblemente real.

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La púa, de Oswaldo Pacheco

Está también la violencia de la decepción profunda. De la potencial desesperanza de la que escapo con repelentes cotidianos que se llaman escritura, y tintura concentrada del Credo de Aquiles Nazoa con ramitas de sé-que-alguien-me-ama. De esa violencia, y de mis escapes, quizás escriba otro día.

Hoy escribo este texto-repelente.

Y es que volví a encontrar la eñe. Tenía meses buscándola. Había desaparecido de mi teclado junto con las tildes y otros elementos vitales. Me había vuelto toda ojos, mirando adentro. Estaba en silencio y sólo escuchaba el rugido de corrientes profundas y agraviadas que finalmente empezaron a moverse cuando mi madre vino y me regaló imágenes del Abra Solar de Alejandro Otero y de las amables Nubes de Calder. Las corrientes empezaron a moverse cuando ella misma me escribió sobre todo aquello que es imborrable de Venezuela. Llegó con su preciosa pronunciación del castellano, y con la habilidad de soltarle la lengua a Cocu quien a partir de su venida empezó a hablar español con gusto y desenvoltura.

Las corrientes también se volvieron palabras por la insistencia de Chipi en que preparara cachapas para llevar y compartir con toda su clase. Estaba determinada a que sus compañeritos también conocieran esa divinidad.

Mis palabras volvieron a la superficie porque la señora Michelle me hablaba de las bondades del aceite de coco y de cómo, incluso después de 35 años, aún se pregunta si fue una locura venirse hasta acá.

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Bronce, de Clementina Lima

 

Sobre la invisibilidad este 8 de marzo

Llega otro 8 de marzo y me encuentra llena de tareas. Artículos por escribir, ponencias por terminar, nenas que preparar para ir a la escuela.

Llega otro 8 de marzo precedido de muertes duras, del asesinato de Berta Cáceres en Honduras, de Marina Menegazzo Ma. Jose Coni en Ecuador.

Llega en el año en que Ian Ghomeshi -uno de los periodistas radiales más respetados (hasta hace poco) de Canadá – enfrenta un juicio por acosar y violentar a colegas y pasantes. Podemos hablar de la victoria que ha sido que las mujeres agredidas hayan podido encontrar el valor de hacer públicas sus denuncias, pero también podemos hablar sobre cómo las han ido maltratando sistemáticamente cuando testifican en el estrado.

Hay siempre tanto por hacer.

Veo a las feministas que me anteceden y sonrío con un profundo respeto. Agradezco la entereza. Agradezco los riesgos tomados y las metidas de pata. Las veo a los ojos y les recuerdo que estoy acá, y todas las más jóvenes que también vienen después. Este también es mi espacio y el de las que vienen.

Para variar también me hago preguntas, de esas de rasgarse las vestiduras.Que hago aquí sentada y no alzando pancartas? Es que tantas tareas son excusas para no marchar?

Entonces me recuerdo a mi misma sobre las batallas cotidianas, Mis batallas cotidianas, sobre la invisibilidad.

La invisibilidad del trabajo de cuidados que intercambiamos mediante una buena conversación con colegas, con mirar a los ojos a la compañera de al lado y escucharla de veras. De saber sobre las hijas adolescentes que cría por su cuenta, sobre la gripe del hijo del compañero de enfrente, sobre la otra colega migrante y musulmana que es sostén de un hogar de 3 hijos y vive de trabajos a destajo.

La invisibilidad del racismo machista de quien me ‘felicita’ por mi excelente inglés y a eso limita su conversación sobre mis ideas. Que hable su idioma le parece que ya es suficiente para esta mujer marrón. Pero es que el profesor no se da cuenta de que no quiero su indulgencia sino que más bien lo estoy invitando al diálogo con la gentileza de hacerlo en su idioma.

La invisibilidad que me imponen amigos y colegas que me escriben y me buscan personalmente para preguntarme sobre mi compañero. Me preguntan qué piensa sobre X, a qué hora será que llega para discutir sobre Y. Admiro y respeto enormemente a mi pareja. Me emociona que le busquen y me gusta hablar de él. Deja de gustarme cuando me convierten en un canal para alcanzarle, cuidado si no en una representante administrativa por ser mujer, su pareja y madre de sus hijas.

La invisibilidad de cuidar a distancia, de imaginar la búsqueda de medicinas en plena escasez. De sentirte maniatada y a la vez orgullosa de la vitalidad de quienes quiero.

La invisibilidad de asegurarme de estar en casa para conversar del día aunque la cabeza no me de y sienta que el mundo de las gente de 6 para 7 años está muy lejos. Ese trabajo intenso que es cambiar de sintonía, saber escuchar y tratar de entender y estar realmente presente.

La invisibilidad de la incertidumbre de la migración y de un mercado de trabajo fluctuante y literalmente des-almado. La precariedad de venir de un país en pugna, de ser siempre el sostén del propio piso, de saber que hay poco espacio para dejarse caer.

La precariedad puede ser tan invisible.

Yo no soy invisible. Y me propongo dejarlo en claro siempre.

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Entre dos aguas

Por Masaya Llavaneras Blanco

Para R, mi hermana-tía.

El lenguaje ha sido un de los temas que más me ha movido a partir de la maternidad, y en especial a partir de ser mamá-migrante. La lectura ha sido central desde el principio, de hecho siempre hubo cuentos que ayudaban a calmar a las nenés incluso siendo pequeñitas de menos de un año. Tanto ha sido el empeño y el enganche que mucho de este blog se va por ahí, de contar nuestras aventuras con la lectura. Al trasladar nuestra vida a Norteamérica el castellano se ha vuelto un tesoro que cuido con atención, que reviso a diario, contando mis gemas y reorganizándolo una y otra vez como me gustaba hacer con la cajita de las prendas que tenía mi mamá cuando yo era chiquita.

Así, cada vez que alguien ha venido desde Venezuela o España encargo libros para las niñas con una ilusión enorme. Igualmente al llegar exploré una de las bibliotecas públicas, la única que conocía, buscando otras pistas que le siguieran dando sentido al castellano en la vida de VM (en aquel momento Cocu era un un proyecto a futuro). La idea era conseguir espacios para el español más allá de la casa a pesar de que casi no conociéramos hispanoparlantes a nuestro alrededor. En aquel momento conseguí muy poco. VM se traía la mayoría de sus cuentos desde Caracas y la biblioteca cercana nos ofrecía casi nada. Ella llegó de tres a este Norte, el español ya era parte completa de su vida, y se traía maletas tangibles e intangibles de palabras.

Al año llegó Cocu. Con ella me plantee muchas preguntas nuevas que iban desde qué se hace para exponer a los bebés a la vitamina D cuando nacen en temperaturas negativas. No concebía qué hacer con una recién nacida sin ponerla a llevar el sol de las 8 am, como había hecho con VM y como había visto hacer a mi madre con mi hermano. Y así como con el sol de la mañanita, tenía mil preguntas en relación a cómo hacer que Cocu viviera el castellano, que para ella siempre sería parcial. Ella está creciendo entre dos lenguas desde el primer día cuando le hablábamos en inglés a la comadrona y a la doula, y en español a ella y a su hermana. Que inseguridad me generó este nadar en dos aguas. Creo que por meses me sentí muy insegura, muy a la defensiva. Sobre todo cuando Cocu empezó a asistir a la guardería y recibir inglés de su cuidadora. Eran muchas las culpas y las dudas. Desde entonces ha pasado que en ocasiones me mira sin entender algunas cosas que le digo, o en que me hallo hablándole en inglés para hacerme entender. No pasa siempre, pero si de vez en cuando. Y entre preguntas y cuestionamientos recordé una conversación q tuve con mi hermana-tía R (si, así de exótico es nuestro parentesco).

R, quien es una madre estupenda, sensible y aventurera, está criando a la hermosa S en Inglaterra. Desde el primer día S navega al menos dos lenguas. Cuando S tenía quizás 4 o 5 años, R me dijo que no le importaban las presiones para que S hablara español. R anhelaba que lo hiciera, es una gran lectora e intérprete. Sin embargo, para ella lo más importante era siempre tener la capacidad de comunicarse: que S siempre pudiera hacerse entender con ella de la manera – o con el lenguaje- que tuviera al alcance.

En aquel momento entendí, sólo parcialmente. Con el paso de los años y criando a Cocu entre dos aguas es que realmente llegué a comprender lo que R me estaba diciendo. Que mis niñas hablen español me habla y me mueve desde dentro, pero más allá de las palabras está esta necesidad imperiosa de surtirnos de herramientas para siempre construir puentes entre nosotras y reconstruirlos si algún día tocara.

Desde que empecé a mirar las cosas así, entendí más amorosamente mi urgencia de explicar ciertas cosas en inglés de vez en cuando tanto a una como otra. VM, por ejemplo, conoció los nombres de las emociones en inglés primero. Si bien las vivió en castellano desde el principio, los conceptos sobre ellas se hicieron en inglés en su cabeza.

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Las manitos de Cocu están descubriendo cómo hacer bolitas de plastilinas y ponerlas encima de las ‘posas’ (también llamadas ‘flais’)

Así vivimos, y lo más bonito es que nos entendemos. Aceptar esta dualidad ha sido liberador, sobre todo para mí: para gozarme el gusto que siempre me ha dado leer ficción en inglés y para descubrir los otros lenguajes que compartimos las niñas y yo. Así llevé a VM a su primer concierto de orquesta de niña grande en Diciembre, y he llevado a Cocu a clases de música semanales. Así pintamos y cocinamos, medimos tazas de harina y mezclamos texturas. Tanto así que anoche VM hizo la cena – con mi asistencia. Más tarde, al darnos las buenas noches en su cama me dijo que para ella «cocinar juntas era el mejor regalo.» Me fui a la cama sonriendo, conmovida. Ya sé que al menos en la cocina siempre nos vamos a poder encontrar.

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VM afanada cortando cebollas audazmente.

Así vamos construyendo puentes.

Y no se crean. Igual seguí buscando bibliotecas públicas para encontrar el castellano en Canadá. Felizmente la Biblioteca Central de Kitchener -aparte de ser hermosa y tener un café simpático- tiene una bella colección en español tanto de libros como de películas para niñ@s y jóvenes. Allí podemos jugar con mi cajita de tesoros (que ahora también es de ellas) incluso fuera de casa.

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VM y Cocu salen de la biblioteca Central de Kitchener. Atrás íbamos el Súper AA y yo con un bolso lleno de libros prestados 🙂

Por cierto, para que vean lo genial que es R, asómense a ver este video que produjo junto a un equipo talentoso que también ama el español junto a sus niñas. Se trata de una versión muy divertida, hecha con y para niños, de Chúmbala Cachúmbala

Cómo (no) ser una profesora – ¡o profesor! – respetable:

Para T.H-D., G.E. y todas mis profesoras y profesores respetables


(Este texto es ficción pura. Cualquier parecido con la realidad es pura casualidad)

AcademicEgo
¡Pluf!

 

  1. Cuando califiques trabajos de tus estudiantes evita escribir notas en tinta roja que estén llenas de ira, no vaya a ser que te veas en la necesidad de recortarlas y devolver los manuscritos con hoyos.
  2. Considera escribir tus comentarios sobre los trabajos de tus estudiantes en lápiz, de manera de que cuando tu ira fluya (ver punto 1) puedas luego revertirla, o más bien maquillarla.
  3. Es importante actualizarte con los tiempos. Esto es clave, pues no quieres convertirte en una versión humana – o digamos humanoide porque lo de humanidad quizás te sobrepase – de uno de esos libros grandes y gordos que la gente pone como decoración en la sala para denotar aires de intelectualidad. Una forma de ponerte al día es solicitar entregas digitales y así ser menos ambientalmente despiadado (y además sirve de alternativa al punto 2).
  4. Maneja la Magnanimidad (si, con mayúscula) de tus conocimientos con elegancia. Respeta las ideas de tus estudiantes, aunque no las compartas y aunque sean mejorables. Respetar las ideas de otros es parte importante del proceso de producción de conocimiento. Después de todo, aunque sabes que eres más inteligente – lapsus mentis – mayor y más experimentada, no es necesario que lo hagas saber brutalmente.
  5. Recuerda: La elegancia (ver punto 4) no tiene por qué implicar humildad. Debes hacer saber a tus estudiantes qué constituye un tema de investigación, y qué no. A pesar de que no te hayas enterado de los detalles de lo que pretenden hacer, procura ser clara al referirte a sus ideas estériles. Considera usar frases coloquiales que traduzcan tus ideas a término más cotidianos. Por ejemplo: «suerte con ese refrito» , «ese planteamiento suena más bien a canción de cuna». Si quieres ser más franco, siempre puedes decir: «Esa no es una investigación que Yo haría». Siempre tienes la posibilidad de batir el borrador de su propuesta de tesis por los aires con los ojos bien abiertos y decir cómo en la institución Y o Z de la cual tienes un orgullo infinito – y profundamente ciego – no se defenderá una tesis de este tipo: algo así como «sobre mi cadáver» pero en onda fetichista universitaria.
  6. Una profesora respetable jamás se ríe de sí misma. Nunca bromea, y cuando lo hace es sólo con formato APA, citando nombres con el mismo despliegue de los libros decorativos de los hablamos en el punto 3. Un profesor respetable sólo bromea como recurso heurístico que le permita enfatizar su propio argumento, para maquillar entre risas la cacofonía de su propia repetición.

De luz y de oscuridad

Hace dos años me desperté con 39 semanas y dos días de embarazo. Había sido un embarazo duro, de mucha soledad y muy poca energía. Cocu, muy esperada y deseada, llegaba en pleno proceso de hacer nido, que es mucho más que llegar e instalar un par de camas, comprar ollas y hacer mercado. Teníamos poco más de un año de haber llegado a vivir en Canadá. A medida que pasa el tiempo, pienso que Cocu venía a acompañarnos a llegar, venia a llegar con nosotros.

Esa mañana quise descansar más de lo normal. Quedarme en casa. En la tarde hacer yoga y dormir siesta. Luego llevar a nuestra VM a sus actividades extracurriculares. Mientras las hacía, su papá y yo nos tomamos un té con su abuela y una querida amiga. Yo sentía una y otra contracción llegar y partir, como las olas en la orilla de la playa. La conversación seguía y yo contaba contracciones, veía a los ojos de AA que de sólo mirarme sabía qué estaba pasando. Quizás esta noche si nace Cocu — pensamos. Y en efecto, bastó que buscáramos a VM en su actividad para que las contracciones se hicieran más fuertes. Se me dificultaba caminar y ya las conversaciones empezaban a estar en el fondo, como si poco a poco me encontrara bajo el agua.

Caminamos dos cuadras hasta la parada del autobús. Ya yo caminaba lenta y a pesar de mi terco empeño en que tomáramos el autobús de todos los días AA insistió en que tomáramos un taxi. Ya nos habíamos despedido de mi mamá y nuestra amiga, quizás vendrían a casa más tarde en caso de que el parto se diera. Yo ya sabía, sin embargo, que el parto se estaba dando. Llegamos a casa, llamamos a las comadronas y a nuestra doula, avisamos a mi mamá que el parto si sería en cuanto la comadrona vio que ya tenía 4 cm de dilatación. Eran las 6 y 30 de la tarde. El tiempo pasó entre llenar la bañera de parto en mi habitación — mientras VM veía Dora la exploradora en la sala y navegar contracciones tan intensas que son inimaginables. La cocuya nació luego de 4 pujadas a las 8 y 50 de la noche. Yo no podía creer lo rápido, lo real, y lo poderoso de lo que me estaba ocurriendo. Estaba sorteando olas que habían sido mucho más altas de las que me esperaba. No en balde eran fuertes esas contracciones, la bebé nació menos de dos horas después.

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Imagen propiedad de Masaya Llavaneras Blanco. Por favor no reproducir sin autorización.

El alumbramiento de E.L. fue real, contundente. Su llegada se hizo sentir en todo mi cuerpo. Sentí su tránsito por mi cervix. Aparte de su atravesar, sólo resistía el tacto de AA, siempre ahí, siempre de verdad. Shirley — nuestra comadrona — la recibió con sus manos en el agua de una bañera a medio llenar — pues ni siquiera hubo tiempo de que se llenara del todo. Yo estaba de espaladas, con las rodillas en el piso y las manos sosteniéndose de un extremo de la bañera. Frente a mi estaba AA, hablándome cerquita.

Cocu salió, Shirley la recibió y AA y nuestra doula me ayudaron a girarme y recibirla. Qué sensación tan increíble. Ahí estaba, menudita, rojita y arrugada. Había llegado tan rápido. La cargué sobre mi pecho e inspeccioné qué sexo tenía. En ese instante supimos que nuestro bichito de luz era una cocuya. VM llegó a tiempo para ver a su hermana nacida apenas algunos instantes. La abracé y me ayudaron a salir del agua. Ahora faltaba la tercera etapa del parto, la expulsión de la placenta. Yo pedí que no aceleraran ese proceso sino que me permitieran expulsarla sola, con mis propias contracciones. Shirley prefirió que esta etapa la hiciéramos fuera del agua para ella poder verificar visualmente que todo marchara bien mientras yo tenía a E.L. sobre mi pecho.

Así empezó la tercera fase del parto. Expulsé la placenta. Shirley la revisó junto a VM quien estaba cerquita de la cama mirando a la hermana y absorbiendo todo el proceso. Poco después volvió a bajar a la sala a ver comiquitas. A pesar de que la placenta parecía haber estado completa, y era una placenta sana, yo seguía teniendo contracciones fuertes y sangrando más de lo que debía. Tuve una hemorragia. Mi comadrona hizo todo lo posible por detenerla hasta que fue evidente que debíamos ir al hospital. Yo no dejaba de sangrar pero no me percataba de lo serio de la circunstancia, pues estaba feliz de que Cocu ya estaba en mis brazos. Sólo algo me hizo pensar que las cosas no estaban bien: AA, por primera vez en dos partos, estaba muy asustado.

En instantes me ayudaron a vestirme las comadronas (habían llegado refuerzos). AA y nuestra doula vestían a la bebé. Llegaron paramédicos y en un santiamén estábamos mi recién nacida y yo en una ambulancia junto a Shirley. Llegamos al hospital en cinco minutos. Me esperaba AA, que se había adelantado y estaba de pie junto a todo un equipo médico. Me hicieron un procedimiento a través del cual se extraen manualmente los residuos de placenta. Fue una experiencia muy dolorosa e invasiva. Sin anestesia. Con mucho dolor, mucha confusión, y confieso, que con una gran rabia de mi parte. Yo no quería estar ahí, y así se lo hice saber a todo el personal médico que me atendía. Era una escena tragicómica en que gritaba improperios en español mientras le hablaba en inglés a AA. No recuerdo haber tenido una furia similar nunca antes. Estaba adolorida y triste. No habíamos tenido tiempo ni siquiera de pesar a mi recién nacida y habíamos tenido que dejar a mi primogénita en casa con su abuela, sin poder explicarle nada. Yo sabía que ella estaría asustada.

Todo salió bien, aunque tuvieron que repetir el procedimiento cuatro meses después, esta vez con anestesia. Fueron largos meses de postparto. Me sentí debilitada, adolorida, y de muchas formas derrumbada. Profundamente triste, y aún con rabia. Mi Cocu llegó con una luz que contrastaba la oscuridad en que yo estaba sumergida. Ella llegó incandescente, como la llamita que se enciende en sus ojos traviesos. Llegó ligera como la plumita menuda que sigue siendo, en contraste con el gran pesar que yo llevaba conmigo. Ella llegó con su luz y yo descubrí mi oscuridad.

Es rara esta sensación que me trae su cumpleaños. Siento que llevo el alma en la piel con el hecho de que ella, junto a su hermana, habiten este planeta adolorido. También me siento poderosa protectora, profundamente conmovida por la vitalidad y chispa que la Cocu ha traído consigo. En medio de todo esto me arropa una tristeza profunda, como una herida que esta callada pero presente muy profundo dentro de mi pecho. A nadie le gusta estar triste en un día feliz.

I can’t help it.

Me zambullo y trato de salir del otro lado.

Entretanto navego con amor y agradecida por la luz contundente con la que ella ha llegado a iluminar la vida. Después de todo, hoy es un día feliz.

 

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Imagen de Amaia Arrazola, tomada de http://amaiaarrazola.tumblr.com

 

Como Alicia tras el conejo

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Han pasado ya dos semanas desde que terminé los exámenes del doctorado — otro extraño rito de pasaje de mi vida académica. Asuntos más alegres de la academia me trajeron a Toronto a pasar el día y luego de hacer las diligencias correspondientes me dediqué a deambular sin rumbo específico. Pensando que sabía en qué dirección caminaba me topé con un ejemplar que condensaba dos de mis cosas favoritas del mundo: una biblioteca pública (sí, algunos de nosotros tenemos gustos bien específicos), y una colección especializada en literatura infantil. La recorrí feliz y me encontré con una exposición sobre las ilustraciones que se han hecho de Alicia en el País de las Maravillas en sus 150 años. Una exposición sencilla, sin pretensiones y emocionante para quienes crecimos con referencias de Alicia. Mi mamá siempre ha estado fascinada por las aventuras de la osada Alicia, así que de alguna forma fue un paseo con ella a pesar de que se encuentra en el calor tropical de Caracas lejos de este otoño soleado de Ontario.

Bébeme
Bébeme

Salí feliz, como quien había encontrado una gema, tenido una linda visita con la mamá y estaba por sentarse en un café con su amigo conocedor y hacedor de literaturas juveniles (si F, estuviste acá en Toronto a pesar de que no lo hayas notado, hubieras amado ese espacio). Fue como recibir muchos regalos a través de la distancia.

Fue entonces que me dí cuenta de que me había encontrado con la biblioteca por caminar en sentido contrario al que pensaba haber tomado. Y pensando en las cosas que dice Lilo pensé en que no hay caminos equivocados. Me perdí para encontrarme, así como a Alicia por perseguir al conejo aquel. Recaminé mis pasos –ahora más consiente de la dirección que tomaba — hacia uno de mis barrios favoritos en esta ciudad cuyos retazos pueblan buena parte de mi vida adulta. Miré las mismas casas del barrio chino que desde los años de la licenciatura imagino como mías, llenas de huerticos y piezas de arte raro. Esta vez las miraba y recordaba esa fantasía y terminé preguntándome si una siempre deambula para imaginar otras vidas posibles así como yo imaginaba historias paralelas en esas casas angostas y raras. Hoy pienso que no. Al volver a mirar esa fantasía me asomé más bien a la posibilidad de que mi vida hoy es la que imagino, una fantasía en proceso a la que le doy cuerpo.

Alicia me recuerda lo raro de hacerse adulta
Alicia me recuerda lo raro que es hacerse adulta

Qué susto da — y qué sabroso es — asumir a la vida misma, la real y cotidiana, como espacio de realización de deseos. Pasé de pensar en «cuando sea grande» a ser adulta – este extraño pasaje largo y muchas veces anticlimático que no se sabe bien cuando empezó hasta que un día te despiertas así: adulta. Y no estoy hablando de recetas que hablan de realizaciones automáticas, libres de cuestionamientos, conflictos, poderes, política y demás matices. Son realizaciones a veces enredadas, a veces lúdicas y con días de mal humor. Son apuestas existenciales, de vivir con todo (¿con-vivir?) y a pesar de todo. Asumirse con las relaciones y equipajes que traemos, aquellos que una lleva consigo así como aquellos que decidimos dejar atrás (aunque quizás nos quede en la cartera un par de fotocopias de aquello que pensamos haber dejado). Hablo de abordar esta apuesta existencial como camino coherente conmigo misma y con los caminos de la parentalidad; una apuesta de estar conmigo y  estar allí para las aventuras de EL y VM; una declaración de amor en gerundio. Una declaración de intenciones de sumergirme en esta extraña vida académica — o la que sea que constituya el sueño variante y perenne — de descubrir desde muchas pieles esta vida migrante que me he construido.

Hoy en el camino me encontré con muchos y conmigo. Deambular sin propósito se hizo puente  entre un momento y otro. Camino y aterrizaje para constatar que  tengo los pies plantados en el mismo lugar en dónde está el alma. Ya eso es tremendo logro.

Caracas-Carasquipunski

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Hoy me encontré con esta frase que atribuyen a Gabriel García Márquez conmemorando el aniversario de Caracas -mi ciudad natal- mientras revisaba twitter. La publicaron en la cuenta de ¿Qué leer?:

«Hay tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros (…) es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.»

La frase me hizo el corazón latir acelerado. Las chicharras, los verdes del trópico, la lluvia, la humedad. Las texturas de Caracas, esos paréntesis amables en medio del caos y el concreto. Ese tún-tún de mi corazón me tomó por sorpresa. Extraño buenas noticias de Caracas. Son pocas las que me llegan. Las historias amorosas que vuelan desde allá parecen existir a pesar de la ciudad, no en su seno.

Hace rato AA y yo conversábamos mientras las niñas jugaban alrededor (y encima) nuestro. AA me preguntaba si recordaba las historias que él le inventaba a VM durante los dos meses que pasamos en Venezuela el año pasado. Fueron meses complicados de emergencias de salud y mucha acrobacia. Nos encontramos en Caracas sin que ese fuera parte de nuestro plan original. Aterrizamos de pie gracias al esfuerzo amoroso y a la apuesta a estar bien y ser consecuentes -en especial con nosotros mismos.

Esos esfuerzos tenían caras de paseo: re-explorar espacios que ya sentíamos nuestros cuando hacíamos vida allá y descubrir rincones nuevos (sobre los cuales les conté aquí). Los esfuerzos también fueron pequeñas ofrendas cotidianas como las historias que AA le narraba a VM cada noche. Se trataba de las aventuras de unas princesas fuertes y osadas junto a su papá y su mamá en el reino de Carasquipunski.

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En Carasquipunski le damos maíz a las palomas

Carasquipunski era un valle cuyas montañas estaban llenas de lucecitas que se encendían por la noche. Un lugar con un parque de galletas y una gran montaña generosa y severa. Un reino cerca del mar donde encontramos rincones con siete mares legendarios. El espejo de una ciudad con trenes llenos de gente muy ocupada a quienes hubo veces que les costaba reconocer la presencia de una niña y una bebé cansadas entre la turba humana que reclamaba su asiento en el vagón. Una ciudad donde no se conseguía una botella de agua en momentos de sed vital. Carasquipunski-Caracas, dos lugares y uno solo.

La gente juega en Carasquipunski
Las niñas y los niños juegan en Carasquipunski.

Hace poco, escribiéndole a mi comadre C, reflexionaba sobre la migración, sobre estos casi tres años de hacer vida en mi equivalente del Polo Norte. Sobre esta apuesta llena de ganas y del propósito de navegar la incertidumbre con amor y entrega. Mientras le escribía, reencontré una sensación de orfandad que se ha hecho íntima, cotidiana. La sensación de que la ciudad y el país en el que nací se olvidaron de nosotros.

Esa sensación de olvido debe resultar muy chocante para distintas miradas -las que están allá, las que están fuera, las que no creen en nacionalidades y las que tiene orgullo patrio. Las que idealizan a quienes se quedan o glorifican a quienes se van. Las que miran un país distinto aunque hablemos del mismo. Con frecuencia encuentro referencias a los migrantes como quiénes abandonan un país. Paradójicamente yo he llegado a sentir que el país se fue: volteó para otro lado y caminamos -el país y yo- en direcciones irreconciliables que me dejan un sinsabor de abandono. Poco se habla de la desprotección de quienes han migrado -y con esto no hablo (sólo) de mi (nuestra) historia.

Mi corazón latió fuerte rememorando las chicharras de Caracas durante atardeceres y noches de lluvia. Quizás después de todo los lugares no nos dejan nunca. Quizás hay partes de una que nunca se van.

Feliz cumpleaños, Carasquipunski, desde este despecho.

Carasquipunski está cerquita del mar.
Carasquipunski está cerquita del mar.

«Discurso del oso» y otras formas en que Cortázar me acompaña

A las madrinas.

Hoy VM y yo arreglamos la biblioteca que comparte con EL. Aprovechamos que la más chiquita dormía y tumbamos todo para volverlo a acomodar. Se trató de una estrategia doble de mi parte. Primero: a sus 18 meses E.L. tiene una fuerte fascinación con los libros, lo cual se traduce en ponerlos todos en el piso -constantemente – y rodearse de ellos. Era hora de superar -aunque sea efímeramente -los estragos de la pasión lectora de la pequeña. Segundo y quizás más esencial: Me dí a la tarea de revisar todos nuestros libros en castellano, arreglarlos de forma agradable y hacer que fueran los más accesibles de la biblioteca. Ya tenemos meses en que las lecturas diarias que asignan en la escuela, más los libros que VM trae de la biblioteca infantil sacaban nuestras elecciones familiares, e hispanas, del menú de opciones. Así que este fin de semana retomé aquello de «elige dos libros para leer juntas, pero uno tiene que ser en castellano.» La estrategia siempre ha funcionado. Al principio VM pone cara de aburrida, pero al poco tiempo termina enganchada con el libro y terminamos repitiéndolo por varios días. Este fin de semana no fue diferente. Algo que si lo fue – sin embargo – es que junto a VM me reencontré con Cortázar en su «Discurso del oso». Estaba entre sus tesoros perdidos de la biblioteca, un hermoso regalo de su tía y madrina A. Así que lo reservamos para después de nuestra tarea bibliotecaria, y lo leímos a gusto.

Cortázar siempre me ha hecho compañía en momentos clave. Durante mi vida en México, cuando el DF mostraba sus dientes hostiles, empecé a leer «Un tal Lucas», quien terminó por hacerme reír a carcajadas en la Plaza San Ángel, cerca de la que trabajaba. En ese entonces tenía una edición viejita, de hojas ya marrones que años antes había tomado «prestada» de la biblioteca de mi padre. En honor al buen humor que me regalaba, el tal Lucas fue mi regalo a mi madrina amada, para hacerle compañía en los días nublados de las quimioterapias.

A Cortázar me lo volví a encontrar embarazada con VM, y sobre todo durante las largas noches de lactancia de sus primeros 3 meses. Con la serenidad y riqueza de tiempo que se tiene con solo una hija, AA nos hacía compañía mientras amamantábamos en una mecedora en la madrugada (los primeros meses de VM no había descubierto aquella maravilla de amamantar acostada). En aquel entonces fueron las «Historias de cronopios y de famas» las que nos acompañaban. No en balde muchas veces llamé a VM «cronopio» cuando estaba embarazada y me negaba a compartir el nombre que teníamos para ella al nacer.

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Mi edición de «Historias de cronopios y famas» autografiada por VM a sus dos años.

También hubo encuentros extra-literarios con Cortázar. Siempre está la historia de mi madre cuando lo conoció en una fiesta en París. O de mi querida G, que me compartía historias de como un amiguito suyo le regaló – con el afecto de quien tiene 3 o 4 años – un moco a Cortázar durante sus comprometidas visitas a Nicaragua. Cortázar también fue hilo de creación, esta vez con su famosa «Rayuela» para el genio fotográfico de mi entrañable Hugo Passarello Luna.

Teníamos tiempo sin encontrarnos Cortázar y yo. Qué bondad la suya la de reaparecer y estar a mi lado en este reto hermoso y extraño que es la crianza. El «Discurso del oso» es un texto hermoso. La edición que tenemos en casa estuvo a cargo de Libros del Zorro Rojo, y fue bellamente ilustrada por Emilio Urberuaga. «Discurso del oso» es un texto profundamente humano. Aparentemente simple. Bella lectura para gente de 5 o 6 años, así como para los que nos hacemos llamar adultos. A VM le hizo gracia pensar en el oso recorriendo las tuberías de la casa en la que vivimos y espiar a nuestros vecinos. Nos encantó que se bañara en el techo viendo las estrellas. A mi me tocó el corazón -como la primera vez que lo leí- la posibilidad de que el oso me acaricie las mejillas cuando me lavo la cara luego de despertar.

Imagen de "Discurso del oso" editado por Libros del zorro rojo e ilustrado por Emilio Urberuaga
Imagen de «Discurso del oso» editado por Libros del zorro rojo e ilustrado por Emilio Urberuaga